lunes, 30 de noviembre de 2009

EnSueño

En el sueño yo iba dentro del metro, pero las estaciones estaban todas apagadas, sin un ápice de luz, sólo alguno que otro fugaz destello.
Las estaciones eran mucho más grandes de lo que en realidad son: al menos unas tres veces más altas y los pasillos dos veces más largos, lo que ayudaba a acrecentar el abismo de oscuridad en cada rincón, como un estómago enorme absorbiendo toda esperanza y vida. Aún así, en todas ellas había personas esperando los recorridos, yo no podía ver claramente sus rostros, algunos subían cuando el metro se detenía y otros se quedaban absortos, petrificados en el andén como si ni siquiera hubieran visto la detención de los vagones.
En el sueño, yo sabía que tú ibas en el metro que iba siguiendo al mío, como si yo hubiera tomado el verde, tú el rojo. Yo no podía hacer nada para impedir lo que se evidenciaba como tan obvio; te bajarías en alguna de todas esas estaciones (no sé porqué pensé sería en metro moneda) e irías a sus brazos, él te tomaría y levantaría para besarte en medio de toda esa oscuridad.
Intentaba yo en vano reconocer su rostro, tan desconocido para mí, pero que pensé podría identificar (tan lindo lo describías tú). Sabía que si lograba verlo, unificar sus
exiguas y abstractas facciones, yo bajaría del tren y lo arrojaría a las vías, tal como haría si en realidad me lo topara un día cualquiera.
Antes de despertar, sentí como yo al avanzar, tú ya te habías detenido en la estación que yo dejaba atrás. Seguía mi camino un oscuro túnel donde ya no habían más destellos, mi estómago se subía a mi garganta y arrinconado ahogaba un llanto, antes de despertar sentía todo eso, mientras escuchaba tus labios chocar contra los de él, con tanta fuerza, retumbando el bullicio por todos mis túneles.


"En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida"

El túnel – Ernesto Sábato.


¿Quién te dijo que las flores no marchitaban en primavera?
Aquí ya no queda ninguna con su estela.
¿Quién te dijo: “por los bordes de sus corolas queda manantial?
Yo sólo veo caer sus pétalos de forma abismal.
¿Quién nos prometió su eterna fragancia y fulgor?
El mismo que hoy nos la arrebata con clamor,
Es nuestra propia ilusión y ensueño
Que nos ha engañado haciéndonos ver lo eterno
Donde no había más que un oasis sereno,
Uno que espera en silencio un vendaval
Rojo y lóbrego de renegrido apaciguar.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Feliz Cumpleaños

21/11/08

Ángela:

Hace mucho tiempo que no hablamos, creo ya no somos confidentes. ¿Hace cuánto no nos decimos: “te quiero”? ni hablar de los “te amo”. Pero tú ya debes saber lo evidente; creo yo nunca dejaré de quererte y extrañarte tanto, por el contrario, pienso que a medida que el tiempo pasa, mientras se amontonan los meses uno sobre el otro, mi cariño va madurando junto con mi persona.
Satisfecho puedo decirte que antes nunca te amé, creí hacerlo, pero era sólo un niñito atolondrado, muy infantil y más que nada te hice mucho daño, por lo que te pido perdón eterno. Aunque creo toda nuestra historia fue necesaria, ambos aprendimos de la experiencia: ya nunca serás tan permisiva con otro, yo nunca más seré tan celoso. Ambos crecimos y maduramos.
Dije que satisfecho podía decir que nunca antes te amé de verdad, es porque ahora lo hago, de forma infinita y plena: te deseo la mayor de las felicidades, ansioso estaré de verte con quien te merezca, y si es otro quien saque tus dulces sonrisas a florecer, orgulloso estaré de la mujer que ahora no tengo, pero que ayudé a formar. Y si alguno te hiciera daño, no dudes, yo te defendería, por ti daría la vida.
Te amo porque no te deseo como un objeto del cual apropiarse, te amo porque eres un pétalo que se me ha escapado de las manos, pero que gozoso quiero compartir con el mundo. Quiero cantarle a quien me oiga cuanto extraño tus celos de niñita, tus manos de señora y tus besos de mujer.
Eres ahora el aire que se me escapa de las manos y no puedo retener, pero que si me faltara no podría vivir.
Eres la luminosidad de cada estrella al anochecer, tan inalcanzables, pero de cuya belleza nadie termina de asombrarse, de la cual nadie querría dejar de depender.
Eres la sal de cada lágrima que encuentro en mi almohada al despertar, después de soñar contigo. Tan agria, pero que me recuerda que aún estoy vivo.
Eres cada letra y pensamiento que plasmo, sobre cada papel que se asemeja a tu piel, por eso debe ser que tanto me gusta escribir.
Eres cada letra de canción que escucho en otro idioma y no comprendo, debe ser que todo lo inconcebible nace de tu ausencia.
¿A dónde he de virar la vista para escapar de tu existencia? ¿En donde he de matar los recuerdos y la imaginación que tanto me dicen que tú eres la mujer de cada poeta que recitó el amor? Será mi eterno castigo, no creo que tenga perdón.
Y este creo, es mi regalo de cumpleaños para ti; mi verdadero amor, esta carta y una cajita musical.
No espero ya nada de ti, sólo que no te moleste que tanto escriba yo en tu nombre.
Un beso para todas tus noches, y adjunto una canción de Gardel que habla por mí. Es “mano a mano”, yo creo que así hemos quedado.

Tuyo siempre,
Te quiere este y otros noviembres,

Kevin.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Gemelos

Un día cualquiera, hace 2 años, llegaron a mis manos un par de relojes, eran idénticos, sólo dos simples relojes digitales como tantos otros; los dos color gris, con su pulsera de plástico y su círculo central negro, ambos medían la hora, tenían cronómetro y despertador, como tantos otros.
Como nunca he tenido la costumbre de usar reloj (tal vez ninguno se adecua a mi muñeca) dejé ambos en mi habitación, para algún día utilizarlos cuando tuviera necesidad de ellos, yo prefería pues verificar la hora en mi vetusto celular.
Pero otro día cualquiera, hace unos tres meses, comenzaron estos relojes a comportarse de una manera muy extraña; sin que yo los ajustara, comenzaron a sonar sus despertadores a horas disímiles, a veces sonaban y me despertaban a las tres de la mañana (algo muy molesto cuando al otro día vas a estudiar) por el contrario, otras veces sonaban a las cuatro de la tarde, cuando yo estaba leyendo o realizando alguna otra actividad. Su alarma era constante y fuerte, con un pitido muy estertóreo y desagradable, lo cual me era útil cuando se les ocurría sonar a las seis de la mañana, levantándome y reemplazando la función de la alarma en mi celular, que a pesar de yo haber ajustado el día anterior, no había tenido la fuerza suficiente para despertarme (su sonido era bastante parsimonioso y débil).
Este comportamiento errático comenzó a molestarme, aunque no tanto como comenzó a sorprenderme e intrigarme. Así que tome la determinación de estudiar estos relojes, intenté reajustar su comportamiento, intenté abrirlos y sacarles sus baterías, pero todo era inútil, algunos botones parecían no querer funcionar, algunas perillas trabadas y sus tuercas petrificadas.
Tomé entonces la determinación de separarlos, uno lejos del otro, a ver si así detenían su actuar, pero esto sólo aumentó mi sorpresa: cuando llevé uno de los relojes a la cocina y abandoné ahí por una semana, me percaté que el ubicado aún en mi habitación tenía la buena costumbre de sólo sonar y despertarme cuando yo lo necesitara, así por ejemplo, me salvó tres veces de llegar tarde a clases y me recordó unas cinco actividades y tareas pendientes al sonar por la tarde. Por el contrario cuando cambié de lugar los relojes, dejando uno en la cocina y el otro en mi habitación, el nuevo acogido tenía la mala costumbre de despertarme casi todas las noches de madrugada, casi con la intención de sólo molestar, y sonar de tarde siempre que yo estaba muy concentrado en algo, sin que me recordara ninguna actividad pendiente, pues por más que reflexionara e intentara recordar, no encontraba nada en mi mente, más que la molestia de la interrupción.
Me di cuenta entonces que no eran ambos los que tenían un comportamiento errático, dirigido a veces a molestarme y a veces a ayudarme, no eran los dos juntos los que me habían despertado o interrumpido tantas veces, cada uno tenía su comportamiento antípoda, cada uno sus aparentes intenciones.
Llegué a la conclusión que al igual que dos gemelos (como dicen las leyendas) uno nace malvado y el otro bueno, coloqué entonces el reloj malvado a la izquierda del derecho para identificarlos y nunca confundirlos.
No quise deshacerme del malvado, quizás por nostalgia o empatía con el bueno, porque tal vez sea tan bueno que ame mucho a su gemelo, y le daría mucha pena ya no verlo más. Creo que el malo me agradece de cierta forma no haberlo arrojado a algún canal o a la calle, pues ahora su comportamiento es menos molesto, como si intentara contenerse, pero no se ilusionen, aún sigue con alguna de sus pillerías y me sorprendería que no. Mientras no sienta envidia de su hermano y le quite la vida, todo estará bien. En realidad ya me acostumbré a convivir con ellos, ya extrañaría que faltara uno, y ambos arrumbados sobre un mueble mío siguen con su actividad, quizás a veces discutiendo como uno arruina las labores del otro, como buenos hermanos que deben ser.


No puedo evitar sentir culpa algunas veces, tal vez antes de mi experimento (cuando dejé uno en la cocina y otro en mi habitación) ninguno de ellos era claramente malo o bueno, quizás ambos eran los que se ponían de acuerdo para sonar al mismo tiempo y a veces ayudarme o molestarme. Cuando tomé uno y lo abandoné en la cocina, tal vez lo impulsé a un resentimiento eterno y ahora siempre será malo, el otro por el contrario, se vio protegido y elegido, siempre sería bueno entonces. Tal vez mis acciones impulsaron su actual actuar o quién sabe, puede ser que uno haya nacido malvado y el otro bueno, son cosas que nunca podré ya saber.
Me preguntó, si Dios hubiera agradecido la ofrenda de Caín y no la de Abel, ¿no hubiera sido este último quien machacara la cabeza de su hermano en venganza?

“cada día a lo largo de doce años, Harold se ataba la corbata con un solo nudo estilo Windsor en vez de un nudo doble, ahorrándose así hasta 43 segundos. Su reloj opinaba que un solo nudo estilo Windsor le hacía el cuello gordo, pero no decía ni pío…
…su reloj se deleitaba con la sensación del viento fresco acariciándole la esfera… …y exactamente a las once y trece minutos cada noche, Harold se acostaba solo, dejando su reloj de pulsera descansado en la mesilla de noche junto a él…”

martes, 10 de noviembre de 2009

Arán

Arán era un joven soldado del ejército de los hombres, en el reino de las montañas.
Amaba su tierra, el color rojo vivo que se impregnaba desde el alba hasta el atardecer sobre las cumbres, que bajaba hasta posarse sobre la ciudad dándole su fulgor, resplandeciente en cada roca, en cada rostro de sus ciudadanos.
La gente de las montañas eran personas sencillas, gustaban de trabajar día a día de forma apacible, celebrar con jolgorio el morir de sus días con fiestas de cerveza y cánticos de alegría, podían ser tan iracundos como serenos; sobre todo iracundos en la guerra.
Eran conocidos como buenos estrategas y acérrimos amantes de la lucha con sables. Aún así no cesaban los intentos de otros reinos por dominar sus tierras, tan ricas en minerales en las montañas y fértiles para los cultivos en las faldas de los montes, que era donde se asentaba el pueblo.
Sus compañeros en el ejército tomaban a Arán como un amuleto, pues desde su llegada tenían cada vez menos bajas batalla a batalla, se sabía que Arán nunca había perdido una sola lucha cuerpo a cuerpo, ni tampoco con espadas.
Era un descendiente de vieja familia liante y sobre todo los viejos de la tropa recordaban a su padre con quien habían militado; un guerrero con el cual era difícil llevarse, pero buen guerrero al fin y al cabo, que nunca había retrocedido en ninguna afrenta, que nunca había dejado a un compañero rezagado.
Arán era más tranquilo que su padre, se llevaba bien con todos y los demás lo cuidaban como el bebé del regimiento, un bebé que ya había salvado la vida de muchos ellos, al cual le debían no pocas victorias, un bebé respetado por todos. Ya pronosticaban que un día sería general, que un día sería grande.
Pero Arán no quería esa vida, estaba cansado de la repetición de sus hechos, estaba agotado de lo pequeño de su mundo. Su reino tan amado se le había transformado en algo dominable y ya no se sorprendía con el rojo envolvente de cada día, de sus cielos, de sus nubes, de sus estrellas que ya no le cantaban nada nuevo.
Arán siempre había sido mirado como alguien diferente, algo más frío y “apagado” que el resto de los ciudadanos, incluso que las personas de su familia, en eso se parecía más a su padre. Costaba hacerlo reír, pero incluso cuando se lograba, seguía mostrando esa nostalgia, en la impermeabilidad de sus sentimientos y emociones.
Arán gustaba de la cerveza y de las fiestas, pero era siempre el más callado, parecía siempre inspeccionar y analizar a todos los demás, como planeando algo siempre, una trama secreta en su mente que nadie lograba dilucidar, o al menos eso creía él.
El día menos pensado tomó algunas pocas posesiones, entre ellas su vieja guitarra, su espada y su cantimplora con agua. Salió antes de quebrar el alba y se dirigió rumbo a los lindes de su tierra, donde comenzaba el reino de los bosques, ahí partiría su aventura.
Sentía como el aire matinal se abría sobre su rostro, estaba algo nervioso claro, no se había despedido de su familia, de sus amigos, de nadie que pudiera retenerlo ni desearle buen viaje, sólo quería huir en busca de su verdadero hogar, un lugar donde el honor de los hombres no se midiera por cuanto dinero podían ganar, por cuanta sangre podían arrancar con su alfanje, una tierra donde un joven guerrero pudiera amar la lluvia caer mientras cantaba una vieja canción.
Arán ya casi llegaba al reino del bosque cuando el grito de un conocido lo detuvo en seco, era su primo quien venía en su búsqueda. Cuando lo alcanzó no hacían falta palabras, con una sola mirada sabían que esa no era una despedida, que tampoco era un intento de retención, además el bolso y la mirada sonriente delataban todas las intenciones de Erin. Él lo acompañaría en su viaje, ambos abandonarían una tierra que los había hecho felices, pero que no se compenetraba con ellos, pues ambos buscaban algo más.
Arán intento en vano disuadir a su primo, pero Erin le dijo que él no podría realizar el viaje sólo y que además éste fuera del todo productivo. Erin le dijo que cada persona nace con un propósito en esta vida, algunos son constructores y eso los hace felices, pues encontraron lo que amaban. Otros eran padres y madres, no necesitaban nada más de la vida, pues siendo padres ya su búsqueda había acabado. Por otro lado ellos jamás acabarían de sentirse incompletos, pues Arán había nacido para llenar el mundo con sus aventuras y proezas, sus viajes no debían nunca ser olvidados por nadie, ya que serían una enseñanza y un mensaje en el futuro de muchos pueblos, un mensaje que daría valentía a cada uno para seguir sus sueños, nunca conformarse con lo dado. Claro ese mensaje no se dispersaría a menos que Arán fuera acompañado por su primo.
Erin era un bardo, su función, lo que lo hacía feliz, para lo que él sentía que había venido a la tierra era cantar, escribir y cantar grandes aventuras, épicos viajes llenos de misterio y de amor por el romanticismo de la naturaleza. Así estaba claro que ambos estaban ligados, uno debía regalar su vida al otro para que éste la escribiera en la más grande épica jamás conocida.
Arán aceptó los argumentos de Erin y así ambos se introdujeron en un bosque húmedo, espectral y lleno de un frondoso olor a la vida, la vida que ellos perseguían. Uno el aventurero y el otro el escribano, algún día sus viajes acabarían y estos serían cantados para siempre, como un eterno recuerdo de lo feliz que pueden ser los humanos cuando encuentran su propósito, aunque éste nos sea comprendido por los demás.
De cierta forma Arán estuvo agradecido que esa mañana Erin lo hubiera alcanzado, que ahora los dos emprendieran el viaje. Tal vez sin darse cuenta había considerado pedirle desde un principio que fuera con él, pero cuando el orgullo es lo único que nos hace más fuertes, hay que cuidarlo como un tesoro. Ya que ambos sabían esto, no era necesario embelezar esa huida matutina con lágrimas, ni agradecimientos, ni elogios.


Ambos como sombras se perdieron entre los cipreses, dejando una estela de encanto como única sombra para el reino de las montañas.
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